Un señor de respecto

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“Respeto a todas las personas, pero mucho más a los mayores” era el comentario habitual de este campesino agricultor, acostumbrado desde muy joven a extenuantes jornadas de trabajo en medio de ese monte, que él mismo ayudó a transformar.

A sus conocidos y allegados les cuesta precisar muchos detalles sobre los acontecimientos que rodearon la vida de “Crispo”. Fechas, nombres o el desarrollo de ciertos hechos poco importan cuando se trata de manifestar la gran influencia e inspiración de este líder silletero.

Sus raíces familiares se enlazan con Guarne, pues nació y se crió en la vereda San Ignacio, en una casa de bahareque y techo de paja levantada por su padre, Jorge Ramírez. Se dice que sus ancestros fueron arrieros y extraían sal de manantial, trabajos que también realizó en su infancia, hasta que dejaron la choza, salieron del cañón de la quebrada y se establecieron en predios más prósperos, en inmediaciones de las veredas San Miguel y Barro Blanco.

De su padre aprendió el oficio de levantar casas utilizando materias primas del monte (piedras, madera y tierra pisada), un trabajo agotador que forjaría su carácter. Así lo recuerdan sus hijos: enérgico, a veces exigente y rígido, pero siempre con un constante empeño en los trabajos que emprendía por iniciativa suya o por encargo.

Crispiniano fue el constructor de tapias más solicitado en la vereda Barro Blanco a mediados del siglo XX, gracias a su fortaleza, habilidad y especial dominio de la madera, ya que fabricaba puertas, ventanas, cubiertas para techo, muebles… Era pues, un agricultor-tapiador-carpintero-silletero, que de cuando en cuando también aprovisionaba su silleta con granos, tubérculos, flores, musgo, tierra y carbón para bajar a vender en la ciudad.

 

Y en esta combinación de oficios siempre estuvo presente la silleta, ese armazón de madera que él mismo elaboraba con reconocida habilidad, ya que sus coterráneos y vecinos valoraban su estética y resistencia en este oficio. Lo llamaban “el profesor de las silletas”: no en vano, tuvo el privilegio de integrar el pequeño grupo que inaugurara el desfile de flores en 1957.

El período que va de la siembra hasta la comercialización de las flores lo encarnaba muy bien Crispiniano, sus hijos lo recuerdan cargar su silleta con especies de éxtasis, flores de chocho, flores de encenillo, flores de uvitos, flores de San José, flores de cardos, molinillos, alpes, estrellas de Belén, gladiolos, sangretoros, manodedios, lirios, agapantos, cartuchos, azucenas, claveles, gatos, príncipes, palitiesos, claveles… Evocaciones matizadas con tonos de nostalgia, simpatía y admiración. Se le recuerda siempre trabajando por los demás, como un ejemplo para sus hijos y, claro está, asumiendo liderazgos en diversos proyectos comunitarios con la firme convicción de mejorar las condiciones de vida para los campesinos, aseverando siempre: “todos somos iguales”.

 

Todavía quedan edificaciones, obras públicas, muebles y artefactos que evidencian su ingenio, talento y gestión. Contribuyó a pico y pala a la adecuación de la carretera entre Medellín y Rionegro; cerca de Barro Blanco erigió algunas casas de tapia y apoyó la construcción de una escuela; durante la proyección de la centralidad para el corregimiento se encargó de fabricar los bloques de tierra pisada, arena y cemento que dieron forma a la Iglesia de Santa Elena y al cementerio donde hoy reposan sus cenizas.

El hombre constructor y visionario que antiguamente levantaba casas de tapia bajo el sistema solidario de “mano cambiada”, se adaptó muy bien a ese espacio colaborativo y promotor de obras cívicas que se institucionalizaría en los años sesenta en todo el país: la Acción Comunal. Fue tesorero y secretario en la junta de Barro Blanco durante veinte años. Durante esta etapa apoyó la organización de convites, asociaciones mutuales, la escuela radiofónica y otras prácticas asociativas que promovieron obras como carreteras, servicios públicos, fiestas patronales, entierros y programas de educación, entre otras iniciativas.

Pero, aunque Crispiniano era bastante laborioso y se ocupaba de lleno en sus proyectos, también se le recuerda como consejero entre los miembros de su familia (hijos, nueras, nietos…), tampoco le hacía el quite al esparcimiento y disfrutaba tanto del baile como su esposa, con quien ganó varios concursos. Aprovechaba cualquier pausa para enseñarles algún juego a sus nietos, cualquier objeto cotidiano despertaba su ingenio: “¡vengan a saltar lazo!”, les decía mientras manipulaba una soga de cabuya.

 

Este hombre fuerte también solía conmoverse ante el trato desigual que a veces recibían las mujeres y los niños. Exigía que en la mesa se les sirviera primero a los nietos; trataba a las nueras como si fuesen hijas y estuvo a su lado en los momentos más urgentes, previos a sus partos, siempre presto a brindarles su silleta: “siéntese acá mija, yo la llevo cargada”.

 

Crispiniano Ramírez Ruíz y su esposa Ana de Jesús Londoño Zapata tuvieron cuatro hijos y seis hijas. Hoy, entre su descendencia se cuentan más de treinta nietos, sesenta bisnietos y un tataranieto. Un claro ejemplo del linaje silletero imperecedero, asentado en la vereda Barro Blanco, donde por fortuna todavía es fuerte la vocación de cargar la silleta tradicional.

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